Se dice (o al menos así dice el Diccionario de la Real Academia Española) que viejo es una persona de edad, pero si la vejez solo fuera acumulación de años, entonces los viejos serían niños llenos de arrugas y nada más. Lo que realmente separa al viejo del niño y del joven que fue ( y de esto no habla la Real Academia), es el árbol que le ha crecido dentro. Sí, así es, en el interior de cada hombre, de cada mujer, crece día a día, amenazante, un gran árbol: el árbol de la melancolía.
La semilla de éste, irónicamente, se siembra en la época más feliz de la vida, solo en esa, solo la primera, esa en que todo era calmo, seguro, feliz y eterno. Mientras ésta dura la semilla va gestándose, formándose de los más pequeños y relucientes momentos y solo estará completa cuando la vida cambie (cosa que seguro pasará porque siempre cambia) y esa época termine, pues su último y más importante componente es el fin de la inocencia, el encuentro con la finitud.
La semilla aparece como una perla brillante y perfecta. Primero se le cuida y atesora como lo más preciado en la vida, se saca de vez en cuando, se le acaricia y se le da una pulidita para embellecerle un poquitín más, luego se le encuentra un buen nicho, debe ser muy calientito y con alto grado de humedad, por supuesto, normalmente es el corazón. Se le riega con decepciones y la varita que lo sostiene es la idealización.
Conforme las decepciones se acumulan con el paso de los años (cosa que forzosamente sucede), el arbolito va creciendo, sus hojitas van llenando los espacios que la esperanza y la fé van dejando, sus ramitas picotean poco a poco a la inocencia hasta hacerla desconfiada y retraída para que con el tiempo ésta se vaya a otro lado. Y no sólo se hace más grande sino, lo más importante, se hace cada vez más hermoso pues los fracasos y tristezas son sus fertilizantes.
El último lugar al que llega son los sentidos, pero cuando los ha alcanzado todo está perdido. Los cubre con su follaje y entonces todo el mundo se percibe a través de éste: el verdor de sus hojas opaca los colores; su olor añejo atrofia la nariz impidiéndole distinguir cualquier otro olor; su corteza cubre a la piel y al gusto, haciéndolos cada vez menos sensibles, menos alertas; y debido a la incocencia que ha sacado, las palabras dejan de hacer eco en los oídos, se vuelven solo sonidos huecos.
Es entonces, y solo entonces, que la vejez nos ha alcanzado y entonces no hay manera de volver atrás (nótese que los años no son un factor determinante, pues hay arbolitos muy precoces y otros que jamás alcanzan su madurez).
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