lunes, 28 de enero de 2008

CAOS EN LA CIUDAD II

Sobre el metrobus sabía muy poco. De oídas me había enterado que costaba más caro que los micros y el metro; que para entrar se necesitaba una tarjeta que forzosamente había que pagar con cambio; que se llenaba mucho y que no era tan lento, pero aún con eso, el metrobus seguía siendo un enigma para mí.
Lo primero que vi era una fila que salía por mucho de la casita esa donde es la parada. La fila partía de una maquina como esas que cobran en los estacionamientos de las plazas comerciales, y la gente se veía ansiosa y descontenta (me figuro que por el inconveniente y el retraso causado por el metro). Sumisamente me formé sin tener ni idea de cómo funcionaba la cosa. Llena de temor veía avanzar la fila, a cada paso las máquinas del fondo crecían y tomaban un aspecto cada vez más parecido al de las máquinas de tortura usadas en los tiempos de la inquisición, y producían un alternante sonido metálico como el de mandíbulas que se cierran y se abren. De repente, justo cuando el temor empezaba a hacer escurrir gotas de sudor por mi frente, la voz entusiasta de una mujer me distrajo, - ¡Enfrente hay otra máquina para recargar tarjetas, corran está vacía!!, anunció mientras movía alegremente su brazo que señalaba hacia afuera. El brillo de sus ojos delataban sus deseos de causar un alboroto de felicidad entre los oyentes, pero en cambio, no recibió sino miradas de extrañamiento; incrédula la mujer, se dirigió a un hombre dos personas delante de mí, -ande vaya, no hay nadie allá.
-pues sí, pero yo ya estoy formado, contestó el hombre levantando las cejas y señalando la fila como alguien a quien se hace repetir algo obvio.
Supongo que fue este último gesto el que terminó de convencer a la señora de que perdía su tiempo al proponer el producto de su ingenio a esa multitud sin mayores aspiraciones, por lo que se fue molesta, no sin antes prodigarnos una mirada de desprecio.
Regresé a mis tribulaciones, necesitaba encontrar una solución rápida. Adelante de mí estaba un joven cuya desproporción delataba su adolescencia, su cabeza era grande y era extremadamente delgado, estaba lleno de pecas y su mirada denotaba cierta falta de habilidad mental. Volteó hacia atrás para ver la fila, pero al verme se detuvo y fijo sus ojos bien abiertos en mí, intenté devolverle la mirada mas se volvió nervioso. Pude notar que entre sus manos sostenía una tarjeta, entonces pensé en proponerle pagar mi viaje usando su tarjeta. La idea sonaba muy bien, aunque... tal vez a él no le parecería... empero... si le sonreía tal vez aceptaría nervioso.
Estiré mi mano para tocar su hombro cuando una jovencita rubia se me adelantó, le jaló del brazo mientras lo llamaba por su nombre. -El metro se descompuso, dijo ella (ja, como si no lo supiéramos), luego intercambiaron un par de frases sobre lo retrasados que iban que me parecieron por demás aburridas, lo relevante sucedió cuando ella dijo -"yo tengo tarjeta, vámonos"...¡NOOOOO!, mi última esperanza se iba colgado del brazo de una quinceañera.
Entonces me dí cuenta que estaba a tan solo dos personas de enfrentarme a las máquinas. Traté de leer las instrucciones pero se veían más confusas que la Crítica de la razón pura : Meta dinero en C, inserte tarjeta en A (¿qué tarjeta?), reciba en B. ¡Oh por Dios!
Mis manos sudaban, especialmente cuando leí el gran letrero rojo que cumplía con la profecía que me temía: "ESTA MÁQUINA NO DA CAMBIO". Traté de tranquilizarme y con manos temblorosas busqué en mi cartera, adiós comida, mi único billete sería tragado por esa maldita máquina. No me quedaba más que aludir al único consuelo de los cristianos: la resignación.
Llegó mi turno. Estoicamente introduje mi billete en C, luego recibí en B y traté de meter en C, o era en A, no sé, algo no andaba bien, ¡la máquina rechazaba mi tarjeta!
Intentaba aparentar que sabía lo que hacía mientras ocultaba el pánico de mi rostro, pasé la manga de mi suéter discretamente para secar el sudor de mi frente y bajé la mirada para tapar mis ojos desorbitados. De reojo alcancé a distinguir los primeros movimientos de ansiedad que se daban en la fila: una que otra cabeza asomaba para investigar el motivo del retraso.
Trataba de conservar la situación dignamente con la cabeza bien en alto, cuando el hombre que me seguía en la fila, ocultando su molestia tras una forzada sonrisa me dijo que ya no necesitaba meterla más, recelosa pregunté: "¿sí?, es que ahí dice..", pero el hombre insistió (más por su prisa que por otra cosa). A su sugerencia no tardó en unirse una señora regordeta y otra flacucha de atrás. Intenté mostrarles el señalamiento que indicaba que metiera la tarjeta para activarla, pero fue en vano, no hacían más que mover la cabeza negativamente, entonces entendí: estaban hechandóme. Vencida cedí mi lugar, y sorpresivamente escuché un débil gracias que provenía de mi boca sin mi consentimiento ¡todo por sus malditas amabilidades!

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