Todos tenemos un miedo que nos persigue desde la infancia hasta la muerte (aún cuando algunos lo superan sigue ahí, cuervo que ronda cerca amenazando con regresar).
Mi primer encuentro con él fue ese sueño. En esa casona oscura y grande, la niña contándome del monstruo, ese que sólo aparecía cuando alguien susurraba un secreto, ella se acercó y me lo dijo al oído. Sentí pavor, sabía que en cualquier momento iba a aparecer; lo vimos, se acercaba rápido y pesado. Ella se refugió en su casa y cerró su puerta. Yo corrí, corrí lo más que pude, llegué a las escaleras y fue entonces que lo conocí, que sentí ese miedo que me acompaña aún. Lo sentí en mi espalda, en mi nuca, en mis piernas que temblaron: estaba siendo perseguida. El miedo me paralizó, mi cuerpo no respondía y me quedé inmóvil. Me alcanzó, me convirtió en un millón de partículas de polvo blanco y brillante.
Después lo experimenté tantas veces. Cada vez que jugaba a "las traes" ó a "los encantados", siempre pasó igual, siempre mis piernas dejaron de responder, siempre perdí. También lo sentí al subir cada escalera, especialmente las de casa de mi abuelita, escuchaba una voz grave y me anunciaba que iba tras de mí, afortunadamente de esas carreras salí invicta.
Con los años dejaron de perseguirme monstruos con voz grave y pies enormes y negros, aparecieron unos peores: los abstractos. Apareció el tiempo, la prisa, el paso de los años siempre sin detenerse, las arrugas. Aparecieron las obligaciones y los "ya deberías", el fantasma del fracaso y el de la culpa, las ilusiones rotas y los recuerdos. No me persiguen más en las escaleras, pero están detrás todo el tiempo, no puedo verlos pero me picotean y arañan con sus grandes garras. Y hoy como entonces siguen entumeciendo mis piernas y congelandome.
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